viernes, 18 de mayo de 2012

El embargo de dinero de las Administraciones Públicas


Ander DE BLAS GALBETE

Abogado de Gómez-Acebo & Pombo Profesor Asociado de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid
Diario La Ley, Nº 7861, Sección Tribuna, 18 May. 2012, Año XXXIII, Editorial LA LEY
LA LEY 5111/2012
En un contexto de enorme preocupación por las dimensiones de la deuda pública, es más necesario que nunca volver a plantearse un tema que, aunque bien estudiado por la doctrina, no acaba de recibir solución. La imposibilidad del embargo del dinero de los entes públicos lastra irremisiblemente la viabilidad del sistema de ejecución de sentencias contra la Administración. Pensando en «el día después» y no tanto en la actual coyuntura, es preciso afrontar esta carencia de nuestro ordenamiento procesal.
Normativa comentada
Constitución Española (sancionada el 27 Dic. 1978)
L 39/1988 de 28 Dic. (Haciendas Locales)
Al hilo de las sucesivas reformas que, siempre a golpe de Real Decreto Ley, se han tomado en las últimas semanas para atender a la situación de morosidad de las entidades locales y Comunidades Autónomas que, disparada en los últimos años, es sin embargo crónica —lo que resulta, no puedo resistirme a señalarlo, estrictamente incompatible con la concurrencia de una situación de extraordinaria y urgente necesidad a la que candorosamente se refiere el art. 86 CE (1) —; parece conveniente dedicar un momento de reflexión al sistema de ejecución de sentencias de condena dineraria frente a las Administraciones Públicas, cuya inoperancia en cierta medida ha contribuido a llevarnos donde hoy estamos.
En efecto, no creo despertar mayores controversias si afirmo que el sistema de ejecución de sentencias dinerarias contra la Administración no funciona ni ha funcionado nunca. Se trata de una constatación compartida de manera unánime por la doctrina, hasta el punto de que resulta tarea casi imposible encontrar voces solventes que sostengan lo contrario.
Con este punto de partida, y para evitar que en un par de años nos vuelva a sorprender la necesidad, es necesario que nos enfrentemos a esta realidad para intentar diseñar un modelo de ejecución de sentencias dinerarias que merezca tal nombre. En su modestia, el presente artículo se refiere a una posibilidad que entiendo debe ser revisitada: el embargo de dinero de las Administraciones Públicas.
No nos hallamos, ni mucho menos, ante una cuestión especialmente novedosa. Antes al contrario, nos encontramos ante una de las discusiones clásicas del derecho administrativo (y, especialmente, contencioso-administrativo). Y en ella se ha de partir de la STC 166/1998, de 15 de julio.
Su contenido es sobradamente conocido. En dicha sentencia, y en estimación de una cuestión de inconstitucionalidad, el Tribunal Constitucional anula el art. 154.2 de la Ley 39/1988, de Haciendas Locales, y consagra el principio —con los matices que veremos— de embargabilidad de los bienes patrimoniales de la Administración. Pero al tiempo que abre una puerta, el Tribunal Constitucional cierra otra, en tanto que la anterior decisión viene acompañada por el rechazo de que el embargo pueda extenderse a los fondos públicos.
Conviene detenerse en las razones que llevan al Alto Tribunal —a lo efectos ahora analizados— a discriminar primero entre bienes demaniales (y comunales) y patrimoniales y entre éstos y los fondos públicos, después.
La inembargabilidad de los bienes de dominio público viene impuesta por el art. 132.1 CE, cuyos términos son escasamente controvertibles (2) . Esta previsión constitucional es consecuencia necesaria de las muy particulares condiciones en las que cabe afirmar que una Administración es propietaria de un bien público. Me explico: la titularidad de tales bienes no es sino una propiedad vicaria, que se ejerce de manera nominal en nombre de la colectividad a la que en puridad pertenecen los bienes. Como acertadamente recuerda RUIZ OJEDA, Alberto (3) los bienes de dominio público y los comunales no son embargables para la efectividad de deudas de la Administración porque, sencillamente, no son suyos.
Otra cosa son los bienes patrimoniales. Pese a que la proscripción general de embargo no se extendía a ellos, nuestra tradición legislativa los equiparaba a tales efectos a los bienes demaniales y comunales (4) . Esta equiparación había sido objeto de encendidas críticas por la doctrina e incluso, en alguna ocasión, Tribunales del orden civil —mucho más proclives históricamente a la innovación en materia de ejecución de sentencias contra la Administración— habían proclamado la posibilidad de embargo de bienes patrimoniales de la Administración precisamente por entender que el art. 132.1 CE solo prevé la inembargabilidad para los bienes de dominio público y los bienes comunales [decisión tomada probablemente con mejores intenciones que fundamentos legales (5) ].
No obstante lo anterior, fue en la sentencia 166/1998 cuando se consagró, con alcance limitado, la posibilidad de embargo de los bienes patrimoniales de la Administración (6) , siempre que no se hallaren afectos a un uso o servicio público. Las razones del Tribunal Constitucional son sobradamente conocidas y no se entiende preciso detenerse mucho en ellas. En palabras del Tribunal (FJ 11), «en atención a lo expuesto en los fundamentos precedentes, fácilmente ha de llegarse a una conclusión: que el régimen general de pago previsto en el art. 154.4. LHL no garantiza, por sí solo, que la Entidad local deudora cumpla con el mandato judicial, pudiendo posponer o diferir la ejecución de la sentencia y quedando así insatisfecho el derecho de crédito del particular acreedor, por lo que la inembargabilidad establecida en el art. 154.2 LHL, en la medida en que se extiende a “los bienes en general de la Hacienda local” y comprende los bienes patrimoniales no afectados materialmente a un uso o servicio público, no puede considerarse razonable desde la perspectiva del derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales firmes que el art. 24.1 CE reconoce y garantiza. Pues no está justificada en atención al principio de eficacia de la Administración Pública ni con base en el de la continuidad en la prestación de los servicios públicos. Ni tampoco puede considerarse proporcionada en atención a la generalidad con que se ha configurado este obstáculo o limitación al ejercicio del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, excediendo así notoriamente les finalidades que la justifican».
Corolario de lo anterior, el Tribunal Constitucional concluye (FJ 12) que «cuando un bien se halla materialmente afectado a un servicio público o a una función pública específica, constituye el “soporte material” de dicha actividad (...) y, por tanto, es un medio material necesario para la realización efectiva de los intereses generales a los que sirve la Administración. De suerte que su inembargabilidad está justificada en atención a la eficacia de la actuación de la Administración Pública y la continuidad en la prestación de los servicios públicos. Mientras que no cabe estimar otro tanto respecto a los bienes patrimoniales de una Entidad local no afectados materialmente a un servicio público o una función pública, pues el interés general solo está presente en atención a su titular, un ente público, pero no en cuanto a la actuación que a aquélla corresponde llevar a cabo ni al ejercicio de concretas potestades administrativas».
En definitiva, solo cuando un bien patrimonial quede afecto a una concreta finalidad pública será ajeno al embargo y ejecución. Fuera de ese caso, los bienes patrimoniales se equiparan a los bienes de propiedad privada, bienes objeto del comercio ante los que tanto los entes públicos como los particulares se hallan en igual posición jurídica.
La sentencia 166/1998, marca un antes y un después en la materia (7) . Pero aquí no se analiza tanto la novedad de este criterio, sino aquello que precisamente no cambia: el embargo de fondos públicos.
A los efectos de su embargo, el Tribunal Constitucional traza una línea infranqueable entre el patrimonio de la Administración y su Hacienda. Citando esta vez la sentencia 228/1998, de 1 de diciembre, «los derechos, fondos y valores de la Hacienda Local sobre los que recae también la prohibición de embargabilidad son distintos y deben distinguirse, a los efectos de la interpretación constitucionalmente adecuada del art. 154.2 de la Ley de Haciendas Locales, de los “bienes en general” a los que alude este precepto, pues “[. . .] aquellos derechos, fondos y valores ‘son los recursos financieros de la Entidad Local”, ya se trate de “dinero, valores o créditos” resultantes de “operaciones tanto presupuestarias como extra-presupuestarias” que constituyen la Tesorería de dicha entidad (art. 175 LHL). Y dado que tales recursos están preordenados en los presupuestos de la Entidad a concretos fines de interés general, es evidente que requieren una especial protección legal, tanto por su origen en lo que respecta a los ingresos de Derecho público —la contribución de todos al sostenimiento de los gastos públicos ( art. 51 CC)— como por el destino al que han sido asignados por los representantes de la soberanía popular. Aseveraciones que enlazan con los principios de eficacia de la actuación administrativa ( art. 103.1 CE) y de la continuidad de los servicios públicos (STC 107/1992, FJ 5), que son, como tenemos dicho, dos de las razones constitucionales de la inembargabilidad dispuesta en el art. 154.2 LHL».
Sobre esta base, el Tribunal excluye que los fondos de la Hacienda Local puedan ser objeto de embargo y ejecución. Los argumentos que para ello se ofrecen pueden ser sistematizados en torno a dos grandes argumentos, entrelazados a su vez entre sí: la continuidad del servicio público y el principio de legalidad presupuestaria.
En cuanto al primero de los argumentos, la noción subyacente en la tesis del Tribunal Constitucional es que solo la Administración presta servicios verdaderamente públicos, lo que justificaría la inmunidad de los fondos públicos al embargo. Ello, sin embargo, implica desconocer que existen multitud de formas en la que se prestan los servicios públicos, entre ellas —y con importancia creciente— las diversas formas de gestión indirecta.
Los contratos de gestión de servicios públicos tienen, en fin, capítulo propio (8) en el Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público y no son precisamente una rara avis dentro de nuestro ordenamiento o práctica administrativa, por lo que no se acaba de entender que el Tribunal Constitucional aparentemente se olvide de ellos cuando protege únicamente a la Administración frente al embargo de dinero y no a los contratistas que prestan servicios de semejante interés público. Lo que tiene un elemento de singular injusticia, ya que son precisamente estos contratistas los más perjudicados por la falta de instrumentos judiciales eficaces para vencer la resistencia al pago de la Administración.
La delimitación del concepto de servicio público y de sus modalidades de prestación es otra de las grandes discusiones del derecho administrativo, pero a los efectos que ahora interesan me atrevo simplemente a decir que el mismo servicio público puede prestar la Administración inembargable que el contratista al que se le priva de la posibilidad de embargo.
Las imágenes que en fechas recientes han ofrecido los informativos de colegios acumulando basura en sus aulas (por poner un ejemplo de entre tantos por desgracia posibles) porque la contrata a la que se ha encomendado la limpieza no cobra o ha desaparecido del tráfico deberían hacernos reflexionar acerca de si en verdad la inembargabilidad de dinero de las Administraciones ha contribuido a la continuidad de los servicios públicos.
Respecto del principio de legalidad y estabilidad presupuestaria, RUIZ OJEDA ya demostró hace décadas (9) que se trata de otro dogma con tan poca sustancia como el de la presunción de solvencia de la Administración, que hoy ya muy pocos se atreven a invocar —en los tiempos que corren, pensar que tantos y tan lúcidos autores han sostenido con entusiasmo un sofisma tan evidentemente incierto causa estupefacción ilimitada—.
El planteamiento hecho explícito por el constitucional es que los fondos públicos están irremisiblemente vinculados a una específica finalidad de interés público, decidida nada menos que por el pueblo soberano (mediatamente, eso sí: a través de la aprobación de la correspondiente Ley de Presupuestos). Por lo tanto, cualquier traba que pueda practicarse sobre esos fondos los sustraería de su (única posible) finalidad pública, que quedaría insatisfecha.
Solo que nada de ello es cierto.
El Tribunal Constitucional parece aceptar sin demasiadas dudas una concepción dogmática de la actividad presupuestaria y de gasto público que no sobrevivió a la I Guerra Mundial. De acuerdo con ella, el legislativo aprueba el presupuesto, en el que se recogen todas las partidas de gasto que luego son objeto de ejecución por el Gobierno. Se podrá estar o no de acuerdo con este planteamiento como ideal al que aspirar, pero es escasamente controvertible que se halla completamente alejado de la realidad, que se rige en buena medida por un principio opuesto: el Gobierno aprueba, decide y gasta y luego el Parlamento ratifica (10) .
Sin necesidad de compartir la idea de que se ha producido una inversión en las relaciones Parlamento-Gobierno en la asignación y gasto de los fondos públicos, la habitualidad de las operaciones de anticipo de tesorería y transferencia de crédito suponen una vulneración cotidiana del principio de legalidad y especialidad presupuestaria, que solo es por lo visto sacrosanto cuando se trata de no pagar a los acreedores.
Rozando —por expresarlo benévolamente— la vulneración del art. 5.1 LOPJ (11) , el Tribunal Supremo ha mostrado en ocasiones (aisladas, pero significativas) no estar dispuesto a comulgar con el dogma de la especialidad presupuestaria como freno a le ejecución de sentencias dinerarias. Y ello, sin contar con la existencia de resoluciones verdaderamente pioneras anteriores a la sentencia 166/1998 — cuya doctrina se ve por lo tanto corregida por esta (12) —.
Así, en el auto de 24 de septiembre de 1999, el Tribunal Supremo acordó sin mayores vacilaciones «el embargo de bienes no afectos a dominio público ni comunales del Servicio Andaluz de la Salud, comenzando conforme a lo previsto en el art. 1447 LEC, por las cuentas abiertas en las entidades de crédito a favor de la Administración deudora».
En esta misma línea, la sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo, de 24 de enero de 1999, admite el embargo de fondos públicos en el caso de que la acreedora resulte ser otra Administración Pública, afirmando en apoyo de esta decisión que la argumentación, además, contenida en la sentencia recurrida respecto de la «inembargabilidad de los bienes, derechos, valores y fondos públicos (salvando el art. 132.1 CE)» como obstáculo al reconocimiento de la posibilidad de utilización del procedimiento de apremio contra las cuentas corrientes del Institut Català del Sòl para la cobranza de los Impuestos Municipales al principio señalados, debe considerarse, asimismo, errónea, tan pronto se tenga en cuenta que, con arreglo a reiterada doctrina constitucional, «el privilegio de la inembargabilidad solo alcanza a los bienes que estén destinados a la realización de actos iure imperii, pero no a aquéllos destinados a la realización de actividades iure gestionis, porque una interpretación de las normas que condujera a mantener la imposibilidad absoluta de ejecución de las Administraciones Públicas debía considerarse vulneradora del art. 24.1 CE —STC 107/1992, de 1 de julio—, y más aún cuando la norma fundamental —art. 132.1— solo refiere la inembargabilidad a los bienes de dominio público y a los comunales.
Una sentencia que tiene un interés especial, en tanto que abrió una línea jurisprudencial que, resumidamente, viene a aceptar el embargo de fondos públicos cuando la acreedora ejecutante sea otra Administración Pública. Así viene a confirmarlo la sentencia de la Sala 3.ª, de 9 de febrero de 2005. El círculo queda así cerrado: el derecho a la ejecución de las sentencias dinerarias choca con el principio de especialidad y legalidad presupuestaria, que impide el embargo de fondos públicos salvo que el acreedor sea otra Administración, en cuyo caso no hay problema para su embargo.
Esta diferencia de trato no es admisible. Incluso si se acepta que los fondos de todas las Administraciones Públicas comparten unidad de destino, servir al interés general, no es posible sostener que su embargo y consiguiente cambio de titular no afecte al principio de especialidad presupuestaria.
Cabe recordar que si la sentencia 166/1998 se manifiesta contraria al embargo de fondos públicos es por entender que están específicamente preordenados en los presupuestos de la entidad de que se trate a concretos fines de interés general. Es en definitiva la concreción en la afección a una determinada finalidad lo que proscribe —a entender del Tribunal Constitucional— su embargo, no una afección general a los fines comunes de la Administración Pública.
Es asimismo posible apreciar una ruptura del principio de legalidad presupuestaria a través de la compensación de deudas con la Administración, que se regula con naturalidad en el art. 106.6 LJCA (13) , 109 de la Ley de Bases del Régimen Local (14) o Disposición Adicional 14 de la Ley de Haciendas Locales (15) ; sin que en apariencia a nadie extrañe que a través de la compensación las Administraciones deudoras puedan hacer lo que supuestamente prohíbe el principio de especialidad presupuestaria: sustraer sus fondos públicos de las específicas finalidades a que están preordenados para dedicarlos al pago (por compensación) de sus deudas.
En fin, y aunque no se trate de una herramienta de uso cotidiano, se ha de mencionar que el art. 112 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativo dispone la imposición de multas coercitivas a las autoridades, funcionarios o agentes que incumplan los requerimientos del Juzgado o de la Sala en relación con, precisamente, la ejecución de sentencias. Pues bien, para el caso de que no pueda individualizarse el concreto responsable, se prevé (16) que la multa se imponga a la Administración y que se haga efectiva por vía judicial de apremio.
Y todo ello, sin olvidar al reciente RD 4/2012, un gigantesco instrumento que precisamente faculta al Estado para sustituir la voluntad resistente al pago de las entidades locales y en el que se prevé nada menos que la obligada cesión al Estado de los derechos de la entidad local en cuanto a su participación en los tributos del Estado (17) . ¿Cómo podría ser esta previsión compatible con la visión del principio de especialidad presupuestaria recogida en la sentencia 166/1998 —y las posteriores de idéntico contenido—?
La proliferación de vías oblicuas a través de las cuales se subvierte la doctrina constitucional sobre la inembargabildad de los fondos públicos es la consecuencia inevitable del error de base de dicha doctrina. La distinción esencial entre patrimonio y Hacienda Pública que se consagra en la jurisprudencia constitucional es forzada y artificiosa, y carece de base legal o constitucional (18) . Y, por encima de todo ello, implica cerrar los ojos a la realidad del dinero como «mercancía abstracta, fungible y de cambio por excelencia, con el que por ello pueden atenderse tanto funciones públicas como privadas, y cuyo importe puede suplirse inmediatamente por operaciones de crédito (...) el llamado por su naturaleza, más que los bienes materiales, que remiten a un sistema económico, de trueque, a cubrir la función de garantía del tráfico sobre la que se organiza el mercado (19) ».
No me es posible eludir la sensación de que tras los argumentos del constitucional latía en realidad el mal de altura, el temor a una decisión que sin duda iba a alterar de manera esencial el sistema de responsabilidad pecuniaria de la Administración Pública. Sin entrar a valorar las razones que en su día pudieron influir en el ánimo del Tribunal Constitucional, la realidad actual debería animarle muy vivamente a revisar su criterio.
Sin caer en exageraciones ventajistas, parece razonable pensar que la especial protección otorgada al dinero público ante procesos ejecutivos ha generado una dinámica de funcionamiento muy negativa, consolidando durante demasiados años la idea de que la Administración paga como y cuando quiere. Y a quien quiere, cabría añadir (20) .
Es evidente que los principales perjudicados de todo ello son los acreedores de la Administración, que en muchas ocasiones —como se ha expuesto ya— prestan valiosos servicios públicos cuya falta de continuidad a nadie ha parecido importar. Pero no solo ellos: qué duda cabe de que la noción de la inmunidad frente a la ejecución ha sido un acicate para generar comportamientos de endeudamiento excesivo, que luego hay que remediar mediante el Real Decreto Ley salvador de turno.
Es necesario articular un verdadero sistema de ejecución de las sentencias de condena dineraria a la Administración Pública. Pocas voces (si alguna) discrepan de este diagnóstico. Y a través de estas líneas me permito señalar al órgano que a mi juicio ha de poner en marcha este proceso, que no es otro que el Tribunal Constitucional. La sentencia 166/1998 y las posteriores de análogo contenido han estrechado enormemente el margen de maniobra del legislador (asumiendo, y es mucho asumir, que tuviera ganas de ponerse a la tarea), que sabe que cualquier norma que consagre la posibilidad de embargar dinero público nacería bajo la amenaza de inconstitucionalidad.
No debe olvidarse, además, que el principal obstáculo que en realidad existe para que jueces y Tribunales despachen mandamientos de embargo frente a los fondos públicos es la doctrina constitucional, lo que tiene la inmensa ventaja de que una sentencia rectificativa de esa doctrina tendría un efecto inmediato (21) .
A nadie se escapa que la propuesta que aquí se esboza no es solución para la situación en la que actualmente nos encontramos, en la que, sencillamente, no hay fondos públicos a embargar. Con los reparos a los que se ha aludido ya, esta es la finalidad a que obedecen los Reales Decretos Ley 4 ó 7 del 2012. Con ellos se pretende poner el contador a cero. Pero demostraríamos no haber aprendido nada de las amargas experiencias vividas si nos volvemos a olvidar de la carencia esencial de nuestro ordenamiento procesal que es la falta de un sistema efectivo de ejecución de sentencias dinerarias contra la Administración; al menos uno que no ignore (o finja ignorar) que el embargo de dinero representa la auténtica vertebración del sistema ejecutivo (...) en cuanto primer y principal elemento en el orden de la traba (22) .
(1)
Desde la sentencia 6/1983, de 4 de febrero, el Tribunal Constitucional viene diciendo para todo el que quiera escucharle que una de las notas que caracterizan la situación de extraordinaria y urgente necesidad es que ésta sea difícil de prever. De manera poco sorprendente, los Decretos 4/2012 y 7/2012 nada dicen sobre ello, acaso por el bochorno de sostener que los problemas derivados de la morosidad de las Administraciones Públicas puedan tener algo de imprevisible.
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(2)
La ley regulará el régimen jurídico de los bienes de dominio público y de los comunales, inspirándose en los principios de inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad, así como su desafectación.
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(3)
La ejecución de condenas pecuniarias y el embargo de dinero y bienes de la Administración tras la nueva Ley de lo Contencioso y la sentencia 166/1998, del Tribunal Constitucional, Revista española de derecho administrativo, núm. 103.
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(4)
Art. 18 de la Ley de Patrimonio del estado de 1964, 44.1 de la Ley General Presupuestaria de 1988, o el propio art. 154.2 de la Ley de Haciendas Locales de 1988.
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(5)
Como apuntan con acierto GARCÍA DE ENTERRÍA, E. y FERNÁNDEZ, T. R., en su Curso de Derecho Administrativo II, Undécima Edición, Ed. Thomson Civitas 2008, el argumento, de todas formas, en estrictos términos resulta más que endeble, ya que el referido precepto constitucional, por sí solo, no parece que pueda prohibir al legislador extender esa inembargabilidad a otros bienes.
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(6)
Aunque la sentencia se refiera a bienes de las entidades locales, la doctrina es unánime al entender —con razón— que no hay razón para hacer extensivos sus efectos a bienes del Estado o las Comunidades Autónomas. Así lo ratificaron, además, el auto de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, de 30 de octubre de 1998, o en la sentencia de 21 de febrero de 2000.
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(7)
Tras la sentencia 166/1998, su doctrina fue reiterada por el Tribunal Constitucional en las sentencias 201/1998, 209/1998, 210/1998, 211/1998, o 228/1998.
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(8)
Capítulo 3.º del Título II del Libro IV.
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(9)
La ejecución de créditos pecunarios contra los entes públicos. La responsabilidad contractual de la Administración y el embargo del dinero público, Ed. Civitas, Madrid, 1993.
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(10)
RUIZ OJEDA, Albero, ob. cit., pág. 227.
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(11)
La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y vincula a todos los jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos.
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(12)
Art. 40.2 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. En todo caso, la jurisprudencia de los Tribunales de Justicia recaída sobre leyes, disposiciones o actos enjuiciados por el Tribunal Constitucional habrá de entenderse corregida por la doctrina derivada de las sentencias y autos que resuelvan los procesos constitucionales.
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(13)
Cualquiera de las partes podrá solicitar que la cantidad a satisfacer se compense con créditos que la Administración ostente contra el recurrente.
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(14)
La extinción total o parcial de las deudas que el Estado, las Comunidades Autónomas, los organismos autónomos, la Seguridad Social y cualesquiera otras entidades de Derecho público tengan con las entidades locales, o viceversa, podrá acordarse por día de compensación, cuando se trate de deudas vencidas, líquidas y exigibles
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(15)
El Estado podrá compensar las deudas firmes contraídas con el mismo por las entidades locales con cargo a las órdenes de pago que se emitan para satisfacer su participación en los tributos del Estado.
Igualmente se podrán retener con cargo a dicha participación las deudas firmes que aquéllas hayan contraído con los organismos autónomos del Estado y la Seguridad Social a efectos de proceder a su extinción mediante la puesta en disposición de las citadas entidades acreedoras de los fondos correspondientes.
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(16)
Por remisión al art. 48 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.
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(17)
Art. 10 del RD 4/2012.
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(18)
Con muy buen criterio, la Ley General Presupuestaria prescinde de este innecesario corsé, y en su art. 27.3 dispone que los recursos del Estado, los de cada uno de sus organismos autónomos y los de las entidades integrantes del sector público estatal con presupuesto limitativo se destinarán a satisfacer el conjunto de sus respectivas obligaciones, salvo que por Ley se establezca su afectación a fines determinados.
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(19)
GARCÍA DE ENTERRÍA, Julio y FERNÁNDEZ, T. R., ob. cit., pág. 677.
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(20)
En su ya citado artículo La ejecución de condenas pecuniarias (...) RUIZ OJEDA se refiere con descarnada precisión a ese selecto grupo de privilegiados que se benefician de la inembargabildiad del dinero público, (...) que cobran siempre y antes que nadie porque tienen más y mejores amigos y, por tanto, mayor capacidad de influencia.
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(21)
No en todo el territorio español: las Leyes de Hacienda de Andalucía y Extremadura declaran que el dinero se considerará siempre materialmente afectados a un servicio público o a una función pública. De nuevo, corresponde al Tribunal Constitucional dilucidar si esta afección genérica es otra cosa que un subterfugio dirigido precisamente a blindar sus fondos ante todo riesgo de ejecución.
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(22)
BALLESTEROS MOFFA, Luis Ángel, Diccionario de Obras Públicas y Bienes Públicos (Dir. GONZÁLEZ GARCÍA, J. V.), Ed. Iustel, 2007, pág. 395.
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